"Vadeó por los campos nevados. La nieve honda y gris. Había ya una capa reciente de ceniza. Consiguió avanzar unos cuantos pasos más y luego se volvió para mirar atrás. El chico había caído. Dejó las mantas y el plástico que llevaba sobre el brazo y fue a recogerlo. El chico ya estaba tiritando. Lo levantó y lo estrechó contra su pecho. Lo siento, dijo. Lo siento."
La
Carretera es uno de esos libros de fascinante atemporalidad. Un libro
que deja el cuerpo helado tras su lectura, y que consigue en doscientas
escasas páginas lo que muchos escritores han ansiado sin éxito a lo
largo de la historia de la literatura universal: dejar un poso en la
mente del lector. Un pequeño trozo de hielo ártico que nunca llegará a
derretirse.
Argumentalmente, La Carretera plantea una premisa muy
sencilla. Un padre y un hijo recorren una carretera interestatal de
Estados Unidos en dirección sur. ¿El problema? Que el mundo no existe
tal y como lo conocemos. Los campos están agostados, las ciudades
deshabitadas y saqueadas una y otra vez a manos de los escasos
supervivientes que aún consiguen vivir bajo la nube de polvo y cenizas que es
ahora el cielo. La ceniza llega a atosigar al lector, llegando a ser un ente inmenso que cubre cada centímetro de la narración. Así pues, los personajes tosen, se manchan, se tiznan y amanecen
cada mañana semienterrados por una pastosa capa de la omnipresente
ceniza. En ningún momento conocemos la causa de la devastación de la civilización; un mundo ruin y necesariamente maniqueo que solo distingue buenos
y malos, plagado de criaturas raquíticas que antes fueron personas,
desesperadas por comer antes de morir de inanición, y recurriendo al
canibalismo cuando es necesario.
Resulta inquietante lo convincente que
resulta el planteamiento de McCarthy, muy alejado de la pompa y epicidad
de la avalancha de historias postapocalípticas que asaltan librerías,
salas de cine y videojuegos. Esto es un holocausto de verdad, que ocurre
a personas de verdad. Frágiles y asustadas.
Respecto a los personajes, hay otro
dato que el lector no llega en ningún momento a conocer: el nombre
del padre ni el del hijo, todo un acierto de McCarthy a mi entender.
Porque no es necesario. Son sencillamente "el chico" y "el hombre". Dos
personas sumidas en esa espiral de ceniza y humo huyendo hacia la zona
más cálida de América para evitar el invierno, portador de una muerte
segura. No hacen nada diferente a cualquier otra persona de ese mundo
sino mantenerse en pie un día más, y por ello no merecen ser
identificados. Aunque hay una cosa que sí que los distingue del resto de
seres con los que se cruzan en su periplo: su moralidad. McCarthy ha
creado una auténtica obra de arte en la compleja relación que plantea
entre la terna padre-hijo-mundo. Ellos son los buenos, y dado que el
chico no posee la madurez necesaria para discernir semejante concepto,
es el padre el encargado de extremar la seguridad que los tenga alejados
de los malos. Pero no siempre es así, y en ocasiones el propio crío
quien debe de tomar decisiones importantes, completamente desmedidas
para su edad.
Padre e hijo recorren la carretera con su particular
casa: un carro de supermercado en el que trasladan las escasas
pertenencias que les permiten sobrevivir a la intemperie, cortar leña o
refugiarse de la negra lluvia. Es lo que les une a la vida, lo único seguro
que poseen aparte del uno al otro, y por ello llega a convertirse en un
personaje más del relato, inerte y silencioso al que se aferran nuestros anónimos
protagonistas con desesperación, y que deben defender a vida o muerte. Rezuma
especial desesperanza lo que yace en el fondo del carro; enterrados
para siempre bajo los útiles de supervivencia, los tres o cuatro
juguetes con los que algún día el chico jugó. Cuando aún era un niño.
Es
probable que haya repartidos por el mundo cientos de ejemplares de esta
novela que han sido abandonados en las primeras veinte páginas: hablemos de estilo.
Si consideramos una novela un lienzo en blanco
sobre el que el escritor va bordando su historia, podríamos afirmar que Cormac McCarthy utiliza, en lugar de aguja y seda, una navaja de afeitar recién asentada. El lector se topa de frente con un estilo rudo, tosco, casi descuidado, al que cuesta acostmbrarse. El autor no regala un solo adjetivo, una sola coma, un solo párrafo. Incluso los diálogos están incrustados en la prosa sin separación alguna. El resultado es un brillante caos que tras quince páginas nos trasmite la misma sensación de pureza y desnudez que desprenden los personajes.
A modo de conclusión, creo conveniente comentar que suelo reírme entre
dientes (y en ocasiones a semicarcajadas) de los comentarios de los
críticos que las editoriales incluyen en las contraportadas de los
libros, gracias a los cuales cualquier medianía es poco menos que una
obra cumbre en la literatura. "Brillante. Fascinante" y cosas así. En La
Carretera esto no ocurre, por la sencilla razón de que lo que leí en la contraportada es justo lo que me he encontrado al terminar la novela: "Esta novela está llamada a ser una de las grandes obras de la literatura universal", dice Diego Gándara.
Pues eso. Imprescindible.
Y vosotros...¿habéis disfrutado especialmente de alguna historia postapocalíptica?
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