martes, 14 de junio de 2016

El guardián entre el centeno. J.D. Salinger



Si realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y todas esas gilipolleces estilo David Copperfield, pero si quieren saber la verdad no tengo ganas de hablar de eso. Primero porque me aburre, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy susceptibles, sobre todo mi padre. Son "buena gente" y todo eso, no digo que no, pero también son más susceptibles que el demonio. Además, no crean que voy a contarles toda mi maldita autobiografía ni nada de eso. Sólo voy a hablarles de unas cosas de locos que me pasaron durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara bastante hecho polvo y que tuviera que venir aquí y tomármelo con calma.

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Así comienza una de las obras más conocidas, comentadas y misteriosas de todo el siglo XX. Y es que El guardián entre el centeno ha trascendido más allá de lo meramente literario para adquirir el estatus de mito cultural, en gran medida por sus virtudes literarias, pero también alimentado por la ingente cantidad de leyendas que se han ido vertiendo sobre la novela desde su publicación en 1951, y que han hecho que sea un libro que vende en la actualidad más de 250.000 ejemplares anuales o que incluso sea lectura obligatoria en p rácticamente la totalidad los institutos de EEUU. Pero el mito no está ahí, en sus increíbles ventas o su número de lectores. Está en un magnetismo extraño que la obra ejerce sobre las personas desde su atractivo título hasta culminar en su inquietantes últimas palabras: No cuenten nunca nada a nadie. Si lo hacen, empezarán a echar de menos a todo el mundo.

Siempre me gusta comenzar mis reseñas escribiendo unos breves apuntes sobre el autor para ponernos un poco en situación. Pero aquí no lo vamos a tener tan fácil, pues Jerome David Salinger es una de las figuras más misteriosas y oscuras de la élite literaria del siglo pasado, ya que se recluyó como un eremita tras la tremenda repercusión social que tuvo El guardián entre el centeno; no concedió visitas ni entrevistas, ni siquiera accedió a firmar ejemplar alguno de su obra. Y a medida que se agrandaba la leyenda de El guardián entre el centeno, más crecía la curiosidad por Salinger, que murió en 2010 a los noventa y un años y sin abrir la boca. Desde entonces, la búsqueda de manuscritos, cartas o cualquier vestigio de Salinger sobre la faz de la tierra se ha convertido en obsesión para muchos, hasta el punto de que coleccionistas particulares llegaron a pagar cincuenta mil dólares por una nota para su asistenta en la que Salinger daba instrucciones para la limpieza de la casa y (agárrense) un millón (¡!) de dólares por su retrete. Sí, por su taza del wáter. Así estamos.

Un momento, ¿has dicho leyenda negra? Pues sí, en efecto. El guardián entre el centeno arresta multitud de anécdotas oscuras a sus espaldas que según dice, atormentaban a su silencioso autor. Ha sido libro de cabecera y llevado a la obsesión a numerosos psicópatas y asesinos. El episodio más conocido es el protagonizado por Mark David Chapman, quien tras disparar seis veces a John Lennon cuando volvía a casa, en lugar de huir de la escena del crimen, esperó sentado junto al cadáver la llegada de la policía mientras leía El guardián entre el centeno: "Esta es mi declaración" dijo mostrando su trillado ejemplar del libro cuando fue interrogado. Y a Chapman se unieron otros: John Hinckley, que intentó asesinar a Ronald Reagan; B. Sirhan, asesino de Robert Kennedy, ambos obsesionados con la novela; o R. John Bardo, quien mató a la actriz Rebecca Schaeffer con un ejemplar del libro en la mano. Pienso que la explicación es mucho más sencilla que algunas descabelladas teorías sobre el mensaje oculto del libro o incluso sobre directrices de la CIA escondidas en sus páginas: El guardián entre el centeno remueve mucho por dentro. Muchísimo: puede dejarnos horas pensando, y hacernos sentir cosas que estaban ahí agazapadas desde nuestra adolescencia. Pero claro; lo malo de remover las aguas es que si estas son aguas sucias, aflorará más suciedad todavía desde el fondo.

El argumento de la obra no puede ser más sencillo. El protagonista, Holden Caulfield, nos cuenta los extraños acontecimientos que le ocurrieron unos días antes de las vacaciones de Navidad, justo cuando le fue comunicado que había sido expulsado de la escuela Pencey y que no volvería tras las vacaciones. Por ello, Holden decide fugarse y deambular por Nueva York llamando a antiguos amigos, a chicas, alojándose en hoteles o en casas ajenas y gastando dinero por doquier. Como vemos, en lo que al argumento se refiere, nada destacable. Incluso anodino. Así, la genialidad de El guardián entre el centeno reside en Holden y su visión del mundo. Holden es odioso y tierno. Holden es uno de los personajes más entrañables que me he topado nunca: es un adolescente que no encuentra su lugar en el mundo, como todos alguna vez fuimos. El muchacho mira todo aquello que le rodea de forma ácida, original, tierna, despreciable a veces. Pero Holden es un símbolo reconocible, es la encarnación de los temores humanos por el cambio tan brusco e inquietante que supone la edad adulta, ese miedo a crecer mezclado con el deseo de hacerlo. Así, Caulfield desprecia a los adultos, falsos, hipócritas y adora la inocencia y espontaneidad de los niños. Y por ello, su sueño sería cuidar de los niños que pueden caerse por el precipicio porque no lo ven a causa de la altura de las plantas, ponerse al borde y evitar que caigan, ser el guardián entre el centeno. En definitiva, protegerlos de la edad adulta porque se ha dado cuenta de lo que hay. Aislarlos de la falsedad y de la hipocresía que les espera en su paso por el mundo.

El guardián entre el centeno fue una obra muy criticada y prohibida en los años cincuenta, cuando EEUU se intentaba recuperar de las guerras. Prohibida porque Holden es un chico de dieciséis años que se escapa de la disciplina del colegio por una brutal pelea, se esfuerza para aparentar más edad para emborracharse, piensa continuamente en sexo, bebe y fuma todo lo que puede, solicita los servicios de una prostituta, critica ácidamente la educación académica de su tiempo, vive en una continua depresión y habla usando tacos y unas molestas coletillas. Hasta el punto de que Carl Luce, un amigo del pasado con quien toma una copa en un momento del relato, le suelta tras las absurdas preguntas de Holden: "¿Cuándo demonios vas a crecer de una vez?". Ahí precisamente radica la clave del libro, en el abandono de la cómoda infancia para transitar por lo desconocido.

En lo relativo a su estilo, El guardián entre el centeno también chocó mucho en su época por su (constante) coherencia con su protagonista. La obra es un monólogo de un adolescente. Por lo tanto, está escrita tal y como hablaría un adolescente. El vocabulario es ridículamente corto y genérico, se desvía continuamente de lo que está contando, no es preciso ni claro; Holden no para de decir que todo el mundo es "falsísimo" y utiliza colillas hasta decir basta, en especial ese "y eso" que llega hasta a irritar durante la lectura. ¿El resultado? Un maravilloso, vivo, creíble y verosímil Holden que hará que cerrar el libro sea echarlo de menos.

En definitiva, no queda sino decir que El guardián entre el centeno es una novela eterna. Es eterna porque empatiza a la perfección con sentimientos como la soledad, la tristeza o la dificultad para aceptar los cambios. Y claro, ¿quién no los ha sentido alguna vez? Pues ahí está el éxito de El guardián, y lo que la convierte en una obra universal: hablar con semejante precisión de sentimientos universales. Porque los tiempos podrán cambiar, pero el individuo no. Siempre nos sentiremos tristes, solos, deprimidos, tratados de manera injusta y nos costará aceptar los cambios. Y siempre estará ahí el pequeño e incomprendido  Holden, preparado por si no vemos el borde del precipicio, velando por que no caigamos al vacío. Holden, el fiel guardián entre el centeno.

J.D. Salinger

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