lunes, 6 de junio de 2016

El mal de Portnoy. Philip Roth




   Mire, le parecerá exagerado, pero es un milagro, prácticamente, que yo siga pudiendo andar por mi propio pie. ¡Cuánta histeria, cuánta superstición!¡Cuánto ándate con ojo, cuánto cuidado! No hagas esto, no hagas lo otro, contrólate. ¡No!¡Estás quebrantando una ley muy importante!¿Qué ley?¿La ley de "quién"?
   No tenían el menor sentido de lo humano, podrían haber llevado placas redondas en los labios y anillas en la nariz y andar por ahí pintados de azul, que habría dado igual. Bueno y, además, los milchiks y los fleishiks, todas esas normas y regulaciones meshuggeneth, encima de sus propias demencias personales. Es un chiste familiar, el día que estaba yo mirando una tormenta de nieve, por la ventana, de pequeñito, y pregunté, muy ilusionado: "Mamá, ¿nosotros creemos en el invierno?" ¿Se da usted cuenta de lo que estoy diciendo? A mí me crió una panda de hotentotes y de zulúes. Ni se me pasaba por la cabeza que se pudiera uno beber un vaso de leche con el sandwich de salami sin ofender a Dios Todopoderoso. Imagínese, entonces, las broncas que no me echaría la conciencia, cuando empezó lo de las pajas.


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El mal de Portnoy es el mejor ejemplo de cómo arriesgar con un libro. De cómo jugársela a una carta y no solamente salir vivo, sino consagrado como un grande. Aunque - o quizás porque- censuren tu novela. Cuenta el propio Philip Roth en una de sus últimas entrevistas que escribió la desternillante aventura sexual de Alex Portnoy, su cuarta obra, para emanciparse de sí mismo, para romper los lazos con el escritor que había empezado a ser en sus novelas iniciales: un narrador modélico, correcto, de prosa diáfana y seguidor de los cánones inequívocos del triunfo. Una conciencia literaria bien educada, meticulosa, ordenada y forjada a base de leer a quien debe ser leído para convertirse en escritor. Y en estas, al bueno de Roth le da por escribir un monólogo de más de trescientas páginas en las que un judío acomplejado narra explícitamente su vida sexual desde su tierna infancia hasta la sordidez de sus treinta y tantos años, en una sucesión de episodios que nos llevarán desde la incredulidad hasta la carcajada irrefrenable. Pero en todo momento nos dejarán clara una cosa: que hay un Portnoy dentro de cada uno de nosotros.

Como decía, la única voz en todo el relato es la de Alexander Portnoy, quien cuenta a su psicoanalista fogonazos de su vida en clave sexual. En todo momento asistiremos a un hecho cultural muy llamativo, y es que Portnoy pertenece a la comunidad judía de Nueva Jersey, e interpreta toda su existencia como un resultado de la pertenencia a dicho colectivo. Su manera de relacionarse, de ver el mundo, de ser educado y de ser rechazado por el antisemitismo (el libro está escrito en 1969) pasan por el prisma de lo judío-estadounidense, un factor que hace a la novela interesantísima, al reflejar de primera mano lo peculiar de dicha cultura. Portnoy no sabe cómo interpretarse a sí mismo. No termina de sentirse judío, en el sentido estricto del término, ni por supuesto americano, y dicha confusión será fundamental de cara a su activa vida sexual de soltero bien posicionado, sano y atractivo. 

Poco, o más bien nada, queda libre de las ansias de revancha social que Portnoy muestra en su confesión al silencioso doctor Spielvogel. Pero sobre todo, su familia. El germen del mal de Portnoy. Su madre es el prototipo de ama de casa recta, cuidadora nata y creadora de una arcadia de puertas para adentro que entiende el mundo de puertas para fuera como un catálogo infinito de males y riesgos. El padre es un excelente vendedor de seguros en barrios conflictivos al que no permiten prosperar en su empresa por un evidente antisemitismo. En casa, es un ser patético, aquejado de un estreñimiento crónico que le hace pasarse la vida en el cuarto de baño manipulando enemas y supositorios y hablando del tema a toda la familia continuamente. En este ambiente, el pequeño Alex ha sido educado como el judío modélico, alejado de la comida basura, de los goyim (gentiles), que saca notas excelentes, ayuda en casa y asiste a la sinagoga sin rechistar.

Pero poco a poco, la mente del Alex adolescente comenzará a plantearse el sentido de todo lo que le rodea hasta parecerle un completo absurdo, y comenzará su carrera como judío rebelde. Un irrefrenable onanismo primero que lo llevarán a la masturbación compulsiva; relaciones con shikses rubias y sonrientes después, y más adelante, renegar de su apellido, de su cultura y hasta de su nariz; un camino de renuncia a sus principios impuestos recorrido, por supuesto, bebiendo a sorbos litros y litros de culpabilidad judía. Pero la paradoja llegará en su época de madurez, cuando su condición de judío, ese inconfundible aire mesiánico y culto, será lo que le resulte atractivo a las mujeres con las que mantiene relaciones. Un elenco de shikses donde conoceremos entre otras a La Mona, una modelo de ropa interior de una simpleza mental atroz, o a Calabazota, la mordaz rubia goy con quien Portnoy pasó un día de Acción de Gracias para hacer daño a su familia.

Así, el sexo domina por completo la obra a modo de hilo conductor. Masturbaciones en autobuses públicos, felaciones en descapotables, orgías en Roma, problemas de erección en Israel... todo un repertorio de anécdotas, algunas tremendamente pintorescas y otras que rebasan con creces el límite de lo escatológico, que hacen que Portnoy piense que posee algún tipo de enfermedad psicológica o afectiva, que le lleva a leer continuamente la obra de Freud para alimentar la incipiente neurosis que le impide aceptarse tal y como es. Ya lo advierte el autor en la primera página: Portnoy, Mal de [llamado así por Alexander Portnoy (1933-     )]: Trastorno en que los impulsos altruistas y morales se experimentan con mucha intensidad, pero se hallan en perpetua guerra con el deseo sexual más extremado y, en ocasiones, perverso. 

Y en lo referente al estilo, como veis, ya manejo sin problema unas veinte palabras en yiddish, que ya es todo un logro. A lo largo del relato, Portnoy usará expresiones hebreas continuamente, hasta el punto de que el libro incluye al final un vocabulario hebraico traducido al español. Mención aparte merece la traducción de Ramón Buenaventura, que me ha resultado muy acertada (aunque suele haber discrepancia en la traducción del título -Pornoy´s Complaint-). Por lo demás, la voz de Alex suena tremendamente natural, usando un registro coloquial y hasta vulgar que hacen al personaje de lo más creíble que he leído en mucho tiempo. Además, su discurso atropellado muestra brillantes momentos de exaltación ante el psiquiatra, incoherencias, asociaciones graciosísimas, saltos temporales y anécdotas solapadas cuyo resultado es una narración vitalista y verosímil. Hasta lo voy a echar de menos al pobre Alex.

En conclusión, estamos ante un libro singular y con mucha personalidad, base de muchas obras posteriores, ante el que es imposible sentirse indiferente. A mí personalmente me ha fascinado su excelente mezcla de registros, de temas soterrados bajo las hazañas sexuales de Portnoy y la visión de la sociedad judía. Pues en definitiva, es un libro en el que un judío de Nueva Jersey escribe sobre un judío de Nueva Jersey. Magnífico.

¡Besos y abrazos!



Philip Roth

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