lunes, 23 de mayo de 2016

La conjura de los necios. John Kennedy Toole





Ignatius recorrió tambaleante el camino de ladrillos de su casa, subió los escalones laboriosamente, llamó al timbre. Una rama del banano muerto había expirado y se había desplomado rígida sobre la capota del Plymouth.
–Ignatius, hijito -gritó la señora Reilly cuando abrió la puerta-. ¿Qué te pasa? Parece que estuvieras muriéndote.
–Se me cerró la válvula en el tranvía.
–Ay, Señor, Señor, entra en seguida, que hace mucho frío.
Ignatius se arrastró penosamente hasta la cocina, se derrumbó en una silla.
–El director de personal de esa compañía de seguros me trató muy ofensivamente.
–¿No conseguiste el trabajo?
–Pues claro que no conseguí el trabajo.
–¿Qué pasó?
–Preferiría no comentarlo.
–¿Fuiste a los otros sitios?
–No, evidentemente. ¿Tú crees que estoy en condiciones de complacer a posibles patronos? Tuve el buen gusto de venirme a casa lo antes posible.
–No agaches las orejas, hijo mío.
–Yo nunca agacho las orejas, madre.
–No te enfades, hijo. Encontrarás un buen trabajo. Sólo llevas unos días buscando -dijo su madre y luego le miró-. Ignatius, cuando hablaste con ese hombre de la compañía de seguros, ¿llevabas puesta esa gorra?
–Pues claro. En aquella oficina no había una calefacción como es debido. No sé cómo los empleados de esa empresa logran mantenerse vivos si tienen que exponerse día tras día a un frío semejante. Y luego, aquellos tubos fluorescentes asándoles los sesos y cegándoles. No me gustó nada aquella oficina. Intenté explicarle al jefe de personal los inconvenientes del lugar, pero no pareció interesarle mucho. Y acabó adoptando una actitud francamente hostil -soltó un eructo monstruoso-. Sin embargo, ya te dije yo que pasaría esto. Soy un anacronismo. La gente se da cuenta y les fastidia.

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La conjura de los necios se ha convertido desde que vio la luz en 1980 en un icono de la literatura universal del siglo XX y su protagonista, el increíblemente repugnante Ignatius Reilly, en la versión moderna y yankee de Don Quijote. No cabe duda de que estamos ante una novela de esas que suelen llamarse "de culto", que no deja a nadie indiferente y que ofrece un enfoque novedoso y corrosivo de la sociedad americana de su tiempo. Pero, ¿es para tanto? ¿Es La conjura de los necios una de las cumbres del siglo XX como tantos afirman? Demos un paseo por sus páginas y descubrámoslo.

La historia de John Kennedy Toole es de sobra conocida. Fue una persona con severos problemas mentales (aunque la obra esté escrita con una lucidez asombrosa), refugiado bajo las garras de una madre sobreprotectora hasta el extremo y por lo que dicen algunos conocidos, incapaz de salir del armario. Un conglomerado de frustraciones que lo llevaron a escribir su impactante visión del mundo en La conjura de los necios, una novela que él consideraba magistral, pero que tras ser rechazada (¡por una sola editorial!) lo llevó a meter el extremo de una manguera en el tubo de escape de su coche y a inhalar los vapores que emanaba hasta la muerte. Tenía 32 años. A partir de entonces, su madre, la buena señora Toole, se dedicó a llamar, qué digo llamar, a bombardear las puertas de cuantas editoriales se pusieron a tiro. Consagró su vida a una sola tarea: a que la obra de su pequeño John estuviese algún día en las librerías. El premio a su abnegada insistencia llegó en 1980, cuando hizo llegar el manuscrito al escritor Walker Percy, quien antes de enviarlo al cajón del olvido decidió darle una oportunidad a la primera página. Cuenta el propio Percy, que no pudo dejar de leer durante horas, y que sus carcajadas resonaban en toda la universidad. Ese mismo año, La conjura de los necios obtenía el Premio Pulitzer y se vendía como rosquillas. Y la señora Toole al fin descansó.

La novela se sitúa en la ciudad portuaria y multicultural de Nueva Oreleans, y gira de manera absoluta en torno a Ignatius y a su tremendista y distorsionada interpretación de la sociedad que lo rodea y de la era contemporánea en general. Ignatius es un personaje abrumador, casi imposible de describir en unas líneas por su altísima complejidad: es una mole de treinta años, vive con su protectora madre en una casa un barrio humilde, no hace nada por la vida salvo comer, eructar y soltar ventosidades por su sufrida "válvula" pilórica, que regula sus niveles de desprecio hacia el mundo gracias a las salidas de gases . Ignatius odia todo lo que le rodea casi sin excepción, le dice constantemente a todo lo que le rodea lo mucho que lo odia y escribe en su habitación infantil durante horas un manifiesto contra el siglo XX que aboga por la destrucción de la sociedad moderna y por volver al mundo medieval. Y todo muy normal para su madre, que está empezando a coquetear con la bebida.

Así las cosas, la trama comienza con un accidente de tráfico que pone en serio compromiso la economía familiar de los Reilly, lo que provoca que Ignatius deba salir al mundo a buscar dinero. Y ya sabemos cómo es la relación de Ignatius con el mundo. Así, nuestro gaseoso héroe se ve obligado a desfilar por trabajos extravagantes en los que fuerza situaciones más extravagantes aún, llegando a comandar un motín de negros sublevados contra el patrón opresor de una empresa arruinada, a fundar un partido político homosexual que pretende ocupar puestos clave en el sistema o a vender salchichas con un carro de perritos calientes por los bajos fondos de Nueva Orleans (quien dice vender, dice "comer salchichas mientras pasea un carro y eructa a los cuatro vientos").

En esta extraña aventura de Ignatius por su tan odiada sociedad, no estará solo ni mucho menos. Vemos a lo largo del relato un cupo de personajes secundarios totalmente a la altura del tono de la novela, un elenco de patéticos seres incomprendidos. Alguno de ellos, -como el patrullero mancuso, un policía italiano al que ridiculizan en la comisaría por no ser capaz de detener a nadie-, son magistrales. Conoceremos a Darlene, una belleza sureña que hace strip-tease con una cacatúa que la va desnudando; a la señora Battaglia, la nueva enemiga de Ignatius por corromper a su pobre madre; a la obsesa sexual Mirkoff, que intentó sin éxito desvirgar a Ignatius y ahora da charlas sobre sexo libre en Nueva York o al matrimonio Levy, los decadentes dueños de una decadente empresa de pantalones vaqueros. Pero tras Ignatius, el personaje que brilla con luz propia es el de Jones, un cliché de negro explotado que se siente un negro explotado, que habla como un negro explotado y se comporta como un negro explotado, y que sorprendentemente tendrá un papel esencial en la trama.

Como vemos, estamos ante una obra de altísimas pretensiones, una tragicomedia irónica que viene a crear una prolongación moderna de nuestro Siglo de Oro, apoyando la narración en lo hiperbólico y lo absurdo para criticar con una sagacidad y mordacidad deslumbrantes. La conjura de los necios hace al lector pasar por un espectro de sensaciones que va de la carcajada incontenible hasta la arcada y el asco absoluto.

En conclusión, diremos que sí. Que sí es para tanto. La conjura de los necios es una obra imprescindible. Eso sí, no descuidemos nuestro Siglo de Oro, que tiene más y mejor de esto. Ahí lo dejo.

¡Besos y abrazos!





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