jueves, 3 de diciembre de 2015

Nada se opone a la noche. Delphine de Vigan



     Tras varios meses, cuando por fin parecía estabilizada, Lucile salió de la clínica. Volvió al piso de la calle Faubourg-Montmartre y a su trabajo, pero solo el tiempo necesario para poner en marcha su proceso de despido.

     Poco antes del verano, llegó para nosotras el momento de ir a verla. El fin de semana había sido organizado con mucha antelación, se había previsto que no estuviese sola para ir a recogernos. Gabriel nos llevó a la estación de Verneuil-sur-Avre. En el coche lloramos los tres.

     Lucile estaba allí, al final del andén, en medio del vaivén de la muchedumbre, minúscula silueta rubia envuelta en un abrigo azul marino. Lucile estaba allí, acompañada por Violette y una amiga, muy cerca de nosotras, y de pronto no hubo otro rostro que el suyo, pálido, delgado. Lucile nos besó sin efusión, ninguna de nosotras sabía qué hacer con sus brazos y nuestras piernas apenas alcanzaban a sostenernos.
     Nos marchamos hacia la boca de metro. Lucile cogió la mano de Manon, caminaba delante de mí, yo la observaba por detrás, lo endeble, frágil y rota que parecía. Se volvió hacia mí. Me sonrió.
     Lucile se había convertido en una cosita desmenuzable, recompuesta, remendada, en realidad irreparable.
     De todas las imágenes que conservo de mi madre, ésta es seguramente la más dolorosa.



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Tanto aquellas personas con las que suelo hablar de libros como aquellas que siguen este blog, saben, o al menos estoy seguro de que pueden intuirlo, que soy un lector muy agradecido. Considero cada libro como una oportunidad para aprender, conocer, explorar los mundos imaginados por otros, y en definitiva, enriquecerme. Por eso tiendo a resaltar virtudes y a minimizar carencias. Digo esto porque mi carácter de lector enfático no debe tenerse en cuenta en esta reseña, ya que estamos ante una lectura muy especial. Estamos ante uno de los mejores libros que he leído nunca.

No suelo prodigarme en historias reales, soy un lector muy de ficciones, pero Nada se opone a la noche constituye la más bella excepción que pueda hacer en esta costumbre. Nada se opone a la noche es emoción, es dolor, es amor, es búsqueda, es perseverancia, es felicidad, es tristeza y es alegría. Nada se opone a la noche es muchas cosas. Cientos. Pero ante todo, es una de las historias de redención más impresionantes que jamás he leído. Pero empecemos por el principio que tengo mucho que contaros.

Delphine de Vigan encontró a su madre muerta en su apartamento. Aparentemente se había suicidado. Tras la angustia y el sufrimiento lógicos que le generó la situación, se embarcó en la durísima tarea de reconstruir el enigma que fue la existencia de Lucile, su propia madre. Con esta premisa, grabó cientos de horas de entrevistas con todos los familiares directos e indirectos, rescató cartas, notas, fotografías, poemas, dibujos, partes médicos, y también desenterró algunas cosas que su familia, enorme y bastante peculiar (en realidad, qué familia no lo es, de un modo u otro) había luchado para que permaneciesen en el sótano del olvido.

El resultado de la investigación es esta obra de arte que ya de primeras llama la atención con su portada. Una mujer vestida de negro, atractiva y de mirada misteriosa fuma y ofrece una sonrisa velada, difusa. Esa mujer es Lucile, la madre de Delphine, la persona que más la hizo sufrir mientras vivió. La persona que hizo que se forjase un carácter de luchadora prácticamente a la fuerza. Una enferma mental prodigiosa, capaz de lo mejor y de lo peor.

Nada se opone a la noche está estructurada en tres partes. La primera de ellas incluye la infancia de Lucile, donde sus padres (Georges y Liane) cobran casi todo el protagonismo. Está escrita en tercera persona, y narra las venturas y desventuras de Liane, una mujer obsesionada con traer niños al mundo, los momentos felices en la vida de Lucile, su infancia como modelo de ropa infantil y varias muertes prematuras y traumáticas que marcarían el destino de la familia. Al final de esta parte ya estamos completamente inmersos en la mitología familiar de los Poitier.

La segunda parte narra la independencia de Lucile con la pequeña Delphine y su hermana Manon a su cargo. Vemos a unas niñas llevando una existencia caótica, sin horarios, en ambientes de fiestas y drogas, recorriendo a deshoras las calles de París y viviendo también momentos de enorme felicidad junto a Lucile, una mujer radiante, magnética y profundamente infeliz, que no parece comprender muy bien el funcionamiento del mundo.

Finalmente, en la tercera parte nos adentraremos en la edad adulta de la escritora, cuando Lucile vivió su definitivo descenso a los infiernos, materializado a accesos de locura desgarradores, internamientos en psiquiátricos, paranoia, y a su vez, ramalazos de ternura y genialidad conmovedores; esta vorágine nos llevará a cerrar el círculo y llegar al comienzo de la novela. A su suicidio.

Son especialmente brillantes las paradas que la escritora hace en la narración para contarnos lo que para ella está suponiendo escribir esto. Delphine está sufriendo. Sabe que su familia va a sufrir cuando lo lea, e incluso no sabe qué familiares dejarán de hablarle cuando esté publicado. Pero no puede parar. O lo saca o el dolor acabará con ella. Así que escribe y escribe como homenaje a esa extraña persona que fue Lucile, como terapia para sí misma y llegar a comprender mejor su lugar en el mundo a través de lo que le ha tocado vivir.

Como vemos, es una historia dramática, sí. Pero quizás suene más de lo que en realidad es. Lo cierto es que la mezcla está muy bien hecha por parte de su autora, de tal modo que lloraremos y sonreiremos por igual. Y al finalizar el libro, miraremos de nuevo la portada. Miraremos a esa muchacha rubia que fuma con otros ojos y probablemente pensemos que la vida es algo extraño y maravilloso.

¡Besos y abrazos!

Delphine de Vigan






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